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Los ballets exóticos de Marius Petipa

Los ballets exóticos de Marius Petipa

Los ballets exóticos de Marius Petipa Una inventiva inagotable, un olfato aguzado, un diplomático oportunismo. Fueron estos aspectos de su personalidad los que, en buena medida, aseguraron a Marius Petipa una larga y fortunada carrera al servicio de los Teatros Imperiales Rusos. Porque si bien no sería justo desestimar su talento o su formidable capacidad de trabajo, es inevitable pensar que estas cualidades, por sí solas, no habrían bastado para la pesada tarea de manejarse con un aparato tan enorme y complejo durante un tiempo tan prolongado. Ni para anticiparse o amoldarse, según el caso, a las tendencias en boga, y mucho menos aún para lidiar con las demandas caprichosas de las sucesivas y numerosas primeras bailarinas que le tocaron en suerte, una de las cuales fue su propia esposa. De los muchos ballets que aportó al Teatro Mariynski de San Petersburgo y, en menor grado, al Bolshoi de Moscú, sobreviven sólo algunos pocos títulos. Pero a partir de ellos, de los rastros que han quedado de muchos otros y de los testimonios escritos, es posible inferir aquellos elementos claves de Petipa como creador: una pródiga imaginación dancística anudada, con mucha frecuencia, a un indudable sometimiento a los dictados del gusto de su época, ya fuera el gusto del público o el de sus superiores jerárquicos. 

Los cuarenta y seis ballets originales que creó en Rusia provienen de distintas fuentes: cuentos de hadas, leyendas de la antigüedad griega o romana, episodios históricos, fantasías de diferente tipo, danzas nacionales de un distintos países. Esta diversidad temática no se corresponde, sin embargo, con una diversidad en el tratamiento formal. Hay ciertos rasgos constantes en Petipa, muy fáciles de reconocer aún para un espectador no avisado: el carácter multitudinario de sus obras, en el sentido de la utilización de un gran número de ejecutantes –divididos en rigurosos estratos jerárquicos– y la profusa utilización de divertissements, variaciones puramente dancísticas que se intercalan en la trama sin tener una vinculación precisa con ella. Otro rasgo apreciable en Petipa es el gusto por los ingredientes exóticos, por los temas de procedencias remotas en el tiempo o en el espacio y hacia los que los espectadores petersburgueses, durante una época, se sentían especialmente inclinados. Esta predilección, sin embargo, no estaba acompañada por una exigencia de fidelidad respecto de la historia, los trajes, los peinados, las músicas o la atmósfera del tópico en cuestión. Acción (de danza, no necesariamente dramática), colorido, primeras figuras muy brillantes y numerosos bailarines en el escenario parecen haber sido los imperativos a los que el coreógrafo marsellés supo responder con habilidad. Que una princesa egipcia de tal dinastía usara el mismo tipo de traje que la hija de un rajá o que una vivaz andaluza vale decir, el consabido tutú y las zapatillas de punta, con algún detalle agregado poco importaba. El "color local" se reservaba, en todo caso, para los personajes secundarios, y a otra cosa. Por lo demás, muchas de estas obras surgían de cuestiones que estaban, en cierto modo, a la orden del día y esa especie de aprovechamiento de lo que la realidad le ofrecía no parecía demasiado compatible con el rigor documental. Así La bayadera, de 1877, fue inspirada a Petipa el viaje alrededor del mundo del príncipe de Gales y su estancia en la India. Roxane (1878) giraba en torno de un conflicto étnico en los territorios eslavos del sur (un tema de tanta vigencia en aquel momento como podría serlo ahora). El pretexto de La hija de las nieves (1879) era una expedición al Polo Norte, adonde por aquella época había llegado la expedición de Nordenskjold. Zoraya (1881) transcurría en la España medieval y respondía a la fascinación de sus contemporáneos por todo lo ibérico. Hasta 1862, Petipa había sido primer bailarín y asistente de otros coreógrafos (sus compatriotas Saint Léon y Jules Perrot); también había creado algunas obras propias. Pero ese año dio un paso muy significativo en su carrera: en apenas seis semanas completó por en su carrera: en apenas seis semanas completó la elaboración de La hija del faraón, una obra una superproducción en realidad, para aplicar conceptos actuales que no sólo fue enormemente exitosa sino que estableció también aquellos elementos de espectacularidad y exotismo sui generis a los que recurriría luego con mucha frecuencia. La hija del faraón estaba inspirada en un libro de Théophile Gautier, La novela de la momia, y en el libreto trabajaron Vernoy de Saint Georges y el propio Petipa. A lo largo de sus cinco actos el coreógrafo ubicó una gran cantidad de variaciones para el cuerpo de baile y los solistas y un grand pas para la primera bailarina, cuyo tutú estaba adornado con una flor de loto. Pero además introdujo un simún en el prólogo, procesiones, camellos, monos, una fuente de agua centelleante y un final apoteótico que sucedía en tres niveles y que mostraba al elenco completo de antiguos dioses. En realidad, el único detalle más o menos auténtico era la escenografía diseñada por Roller, el decorador oficial, que proyectó una espaciosa sala de altas columnas ornamentada con jeroglíficos reproducidos muy detalladamente. El público recibió con enorme entusiasmo esta obra, que se representó una y otra vez a lo largo de varias temporadas. La música, que había sido compuesta especialmente por Cesare Pugni (y que no pretendía revestirse de ningún carácter egipcio), llegó a ser tan popular que sus livianas melodías fueron utilizadas durante mucho tiempo para cuadrillas y otros tipos de bailes de salón. Gracias al éxito de La hija del faraón, el director general de los Teatros Imperiales sugirió a Petipa –que estaba comenzando a imponerse sobre su ahora rival Saint Léon– que creara un ballet en la misma línea. El coreógrafo eligió un episodio de la vida de Candaules, antiguo rey de Lidia. El estreno ocurrió en Moscú, en 1868, y tuvo también un recibimiento clamoroso, ayudado por un contingente de balletómanos, clamoroso, ayudado por un contingente de balletómanos, admiradores de Petipa, que habían viajado especialmente desde San Petersburgo. Por lo demás, en El rey Candaules Petipa continuó desarrollando la fórmula probada en La hija del faraón. Una escena, por ejemplo, reunía a dos ninfas, tres gracias, una bayadera, un negro, ocho mulatos, dieciséis bailarinas con sombrillas, treinta y dos pequeños estudiantes de la Escuela Imperial vestidos como esclavos y dieciocho varones con trajes lidios. Todos ellos se movían con pasos del vocabulario del ballet académico, a los que Petipa había agregado un leve toque oriental. Casi diez años después, La bayadera, con sus ingredientes seudohindúes y escenas tan espectaculares como la del derrumbe del templo en el último acto, representó una suerte de culminación de esta vertiente. Hoy integra ese puñado de ballets de Marius Petipa que continúa gozando de las preferencias del público y que impone a los repositores la difícil tarea de conservar el perfume original y sublimar a la vez aquellos elementos que hoy se verían irremisiblemente envejecidos.

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