PAVLOVA, eximia bailarina y benefactora
Antes de ser conocida mundialmente como "el Cisne Inmortal", a los veintiséis años de edad, Michel Fokine, el que luego llegaría a ser reconocido como el fundador de los bailes artísticos modernos y creador de los famosos ballets rusos, en 1907 dirigió para Ana la célebre Muerte del Cisne sobre la música del compositor francés Charles-Camille Saint-Saens.
Por Edmundo Domínguez Aragonés
Alejandro III era el Zar de Todas las Rusias y había sucedido a su padre Alejandro II, quien fue muerto por terroristas en 1881. Era un zar autócrata y centralista que al interior de Rusia canceló las instituciones extranjeras que subsistían entre la población alemana, polaca y sueca e impulsó la enseñanza del ruso.
El año del asesinato del zar, nació Ana Pavlova en San Petersburgo. Ella tenía 10 años de edad y Alejandro III, 36, cuando él con la zarina estaban de visita en la Escuela Imperial de Danza, en San Petersburgo para tomar el té con las alumnas. Entonces el soberano "sentó a una niña en sus rodillas". Ana prorrumpió en llanto, atacada por los celos y el Zar le preguntó qué le pasaba. Ana, sin dejar de sollozar, respondió: "Yo también quiero sentarme en sus rodillas". Alejandro nada hizo al respecto y siguió conversando con la chica sobre sus piernas. Entonces el Gran Duque Vladimiro tomó a Ana en sus brazos, pero ella continuó gimiendo e insistió: "Yo quiero montarme en el Zar y no en un sustituto".
NIÑEZ EN LA POBREZA
Ana Matveyevna Pavlova nació el 31 de enero de 1881 en San Petersburgo. Su padre Antón era polaco y murió cuando ella tenía dos años, y su madre, la viuda Anastasia era muy pobre, no tenía trabajo, vivía de limosnas y sus alimentos eran sopa de col y pan de centeno.
Anna Pavlova, 1910. From a photo by Foulsham and Banfield.
La niña poseía talento para el baile y entretanto bailaba en las calles, su madre extendía la mano para recibir las monedas que los paseantes le daban, conmovidos por la gracia de la pequeña. Ana deseaba convertirse en bailarina de ballet y rogaba a su madre para que la inscribiese en la Escuela Imperial de Ballet. Anastasia llevó a la niña ante los profesores de la imperial institución y allí, "en un salón frío por el invierno", Ana impresionó a los jueces, admitiéndola como alumna pensionada. La niña tenía 10 años de edad y de inmediato se comenzó a alimentarla con aceite de hígado de bacalao "para que su organismo se recuperase y fortaleciera". Tras la experiencia con el Zar, éste dispuso atender a la niña con mayor cuidado y afecto y procurar por su "perfeccionamiento como bailarina". Ana nunca olvidaría este gesto, ni tampoco sus años de pobreza. LA BENEFACTORA Pavlova nunca se casó ni tuvo hijos propios.
Sí eran "sus hijos" los niños sin hogar, desamparados y huérfanos. Ya célebre, exitosa y con recursos, mantenía en París un hogar donde atendía a niños rusos refugiados y a una treintena más de niñas y niños menesterosos. Lo hizo durante muchos años. En los años difíciles, posteriores a la Revolución de Octubre, en 1923 envió paquetes de provisiones a Rusia desde Estados Unidos. Aquellas despensas eran también repartidas entre bailarinas de los teatros Bolshoi y Mariynsky. Estas entregas las hizo durante años, en los peores momentos de las hambrunas en la Unión Soviética. Aunque salió de Rusia en 1913, y nunca regresó a su patria, en la URSS se reverenciaba su nombre, y en la actualidad, permanece como un icono ruso.
LA MUERTE DEL CISNE
Antes de ser conocida mundialmente como "el Cisne Inmortal", a los veintiséis años de edad, Michel Fokine, el que luego llegaría a ser reconocido como el fundador de los bailes artísticos modernos y creador de los famosos ballets rusos, en 1907 dirigió para Ana la célebre Muerte del Cisne sobre la música del compositor francés Charles-Camille Saint-Saens. Ana y Michel tenían la misma edad cuando esta presentación tuvo lugar en el Teatro Mariski de San Petersburgo. Fokine fue el impulsor de las y los grandes bailarines solistas como Tamara Karsavina, Ida Rubenstein y Vaslav Nijinsky, todos compañeros Ana en la Escuela Imperial de Ballet.
REMOTA Y ETEREA
El empresario estadunidense Samuel Hurok, su representante y amigo de toda la vida, la describe: "La exquisita máscara de su rostro, con sus grandes ojos oscuros y su fría y estilizada expresión de melancolía, la hacía aparecer como deshumanizada. Remota y etérea, era como un cisne moribundo, una doncella espiritual, una princesa de cuento de hadas; con su tenue ropaje blanco, su severo peinado y su maquillaje de mortal palidez, semejaba un ser que no pertenecía a este mundo". Hurok la conoció en el teatro Hippodrome de Nueva York en 1923 y poco después se hizo su representante y su compañero.
JUGABA POQUER, NADABA Y SE COLUMPIABA
Pavlova era cordial, vital y siempre gozosa de vivir, aunque para el público siempre iba rodeada de un aura de irrealidad, grandeza y misterio. En la intimidad disfrutaba jugar póquer, pero era malísima. "Cuando tenía buenas cartas", comenta Hurok, "tarareaba, platicaba y dejaba vagar la mirada alrededor de la habitación con tan estudiado aire de preocupación, que todo el mundo se daba cuenta de que al menos tenía un par de ases. Con malas cartas en la mano se mostraba tan cariacontecida que parecía que se iba a acabar el mundo". Jugaba a las cartas a menudo, durante los trayectos en los trenes o en los transatlánticos y en la suite del hotel de cinco estrellas donde se alojaba, y nunca apostaba más allá de diez dólares. Si los perdía, se retiraba con "gran dignidad" y, cuando ganaba, "sonreía como una chiquilla que acaba de recibir un premio merecido". Era infantil en más de un aspecto y conducta: subía a la Montaña Rusa, se reía ante su imagen desfigurada en el Salón de los Espejos y en los jardines, animosamente, subía al columpio y allí se columpiaba un buen rato, de pie y sentada. A sus amigos les informaba el origen de la Montaña Rusa: "En el siglo dieciséis, durante el verano, en la plaza de Nizhni-Novgorod, se instalaba la Fiesta de Verano a la que acudían miles de gentes. Uno de los atractivos era la Montaña, que los rusos construían con rampas de madera de diez metros de alto para deslizarse en trineo. Poco después, alguno de los mercaderes extranjeros que acudían a la Fiesta, ideó lo mismo para una feria en Viena, y la nombró La Montaña Rusa y tuvo mucha aceptación en Europa y luego en Estados Unidos".
Adoraba el agua y apenas sabía nadar, moviendo los brazos y las piernas cada uno de los miembros en diferente dirección. Lanzarse desde el trampolín no la beneficiaba para nada porque al clavarse abría las piernas, semejando una rana y chocaba fuertemente contra el agua. Todos estos divertimentos y ejercicios los llevaba a cabo en privado, de otra manera, la exhibición pública de estas aficiones hubiera mellado la imagen de excelsa que tenía, a como la describió el dramaturgo y novelista inglés John van Druten: "Ella es el viento que pasa como una sombra sobre el trigal".
ANA Y LAS NIÑAS
Las niñas la conmovían y a todas complacía en su deseo de mirarla bailar. Estando de gira en Río de Janeiro, o Río de Enero, el telón del teatro no subía ni bajaba con precisión y, ante tal fallo, se negó a continuar la representación abandonando el escenario, entró a su camerino, se vistió para salir del teatro y abrió la puerta de la salida de los artistas. Allí la esperaba una mujer acompañada de su pequeña hija y le preguntó por qué había dado por terminada la función. Pavlova le explicó la causa y sus razones para no continuar bailando. La niña se echó a llorar y la madre le dijo a Pavlova que ella había llevado al teatro a su hija como regalo de cumpleaños y que por ello se comportaba así, ya que la pequeña había soñado con verla bailar y ese deseo iba a incumplirse.
Anna Pavlova, 1910. From a photo by Foulsham and Banfield.
Pavlova besó a la niña, regresó al teatro que el público todavía no había abandonado totalmente, ordenó informar a los espectadores que se mantuvieran en sus lugares y tras 10 minutos que llevó reanudar la representación, bailó para la niña "La muerte del cisne". EN MEXICO Se estima que en el curso de su carrera, Ana recorrió más de 800 mil kilómetros viajando por el mundo, y que hizo lo suyo ante millones de espectadores que "la adoraban", y ella complacía con todo su talento y profesionalismo. Durante su viaje por América Latina, de Argentina, a Brasil, a Costa Rica y México antes de regresar a Estados Unidos y luego a Europa, bailó en el Teatro Esperanza Iris en enero de 1928. El teatro, que hoy se conoce como de la Ciudad de México, ubicado en la calle de Donceles, primero fue el Teatro-Circo Xicoténcatl y luego Esperanza Iris, tras su adquisición por la nombrada Emperatriz de la Opereta en 1918.
A la función asistió el entonces presidente Emilio Portes Gil y miembros de su gabinete, quien había tomado posesión del cargo días antes el 1 de diciembre. SU UNICA PELICULA En la filmoteca del Museo de Arte Moderno de Nueva York se conserva copia de la película "The dumb girl of Portici", dirigida por Lois Weber, para los estudios Universal, estrenada en 1916. El guión se basó en la ópera "Masaniello ou la muette de Portici", del compositor francés Daniel-Francois Esprit Auber, la primera gran ópera romántica del siglo diecinueve en Francia. El tema es la seducción de una bailarina por el hijo del virrey español de Nápoles. La bailarina ayuda a los napolitanos sacudirse del yugo español y éstos la convierten en su emblema. Pavlova baila ahí una tarantela, despojada de sus vestuarios tradicionales utilizados en el ballet. Los Estudios Universal pretendían convertirla en una estrella, más la película obtuvo un modesto éxito y la gente no apreció el arte de Pavlova porque la admiraba y aplaudía en vivo y en el escenario.
RIGUROSA Y MALHABLADA
Ella nunca dejaba de hacer los ejercicios cotidianos para mantenerse en forma y no admitía que la compañía, por las eventualidades que fueran dejase de ensayar cada día. Estando en Washington, el día del estreno, momentos antes de que se levantara el telón, los bailarines no habían hecho lo suyo y se aprestaban a salir a escena sin el calentamiento necesario. Pavlova indignada, tras proferir algunas palabrotas en ruso, les dijo: "Yo soy bailarina. Ustedes son bailarines. Yo practico mientras ustedes no hacen nada. Por tanto, tendremos la lección ahora mismo". La función se retrasó media hora mientras daba la clase a toda la compañía. El público, impaciente, protestaba aunque eso no la hizo transigir con los holgazanes bailarines.
Era malhablada lo mismo en ruso que en polaco, francés o inglés. SU GRAN AMOR A los 22 años de edad conoció a Boris, un joven de su edad y se hicieron amantes. El muchacho murió ahogado en el río Neva de San Petersburgo y ella jamás lo olvidó ni nunca más tuvo un amor tan profundo por nadie. En memoria de Boris creó la coreografía "Hojas de otoño", que a menudo ponía en escena y le era muy celebrada porque Ana evocaba aquel amor perdido y en su baile ella ponía lo mejor de sí misma. "Hay que haber amado para ser un gran artista. Hay que conocer a fondo el amor, pero hay que aprender a prescindir de él", solía decir. SU MUERTE En el invierno de 1930, Pavlova regresaba por tren desde Londres a París, cuando el transporte se descarrilló en Suiza a la altura de La Haya. Fue un accidente fatal para muchos pasajeros y ella, que sólo tenía algunos golpes y pequeñas heridas, se dedicó a socorrer a las víctimas, allí en medio de la nieve y el frío durante horas.
Anna Pavlova (1881-1931) - Reproduced courtesy of Don Gillan (Copyright)
Víctima del enfriamiento se afiebró y acatarró, y en vez de ir al hospital eligió irse a su mansión en La Haya. Días después, habiéndose convertido la dolencia en pulmonía doble, a las tres de la madrugada del 28 de enero de 1931 falleció a la edad de 49 años. Por la noche le había pedido a su doncella le preparase su ropa de trabajo porque al día siguiente iba a ensayar.
Por Edmundo Domínguez Aragonés
El Sol de México - Fotos seleccionadas por Danza Ballet
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PAULOVA
HACE MáS DE 50 AÑOS
, de la MUERTE
DE PAULOVA Y ...
Hace más de cincuenta años que en un hotel de La Haya moría la gran estrella Anna Pávlova, la artista cuya categoría la ha convertido en la más fiel representante de la danza. Es difícil encontrar a alguien que nunca haya oído hablar de ella, porque Anna llevó su grupo de ballet hasta los más desconocidos lugares del mundo.
Anna Pávlova nace en San Petersburgo a principios de los años ochenta del siglo pasado. Siempre mantuvo secreta la fecha exacta de su nacimiento, aprovechando la confusión creada por la diferencia entre el calendario ruso y el de Occidente. A los diez años aproximadamente entra en la Escuela Imperial de San Petersburgo, en donde muy pronto, con ocasión de las actuaciones de la Escuela en el Teatro Mariinsky, demuestra su extraordinaria facilidad de comunicación con el público.
De su rigurosa preparación cuidan los profesores Nicolas Legat, Petipa y, sobre todo, Pavel Gerdt, que ejerce poderosa influencia sobre ella convenciéndola de que su mayor fuerza reside en la interpretación antes que en la técnica. Luego también recibe clases del gran maestro Cecchetti. En 1903 debuta como solista en los papeles de "Le Givre" en Les Saisons de l´année, de "Zulmé" en Giselle, de "Aurora" en Le Reveil de Flore, de el hada "Candide" en La Belle au Bois Dormant y de "Fleur de Lis" en Esmeralda. En 1908 forma su propia compañía e inicia sus giras por todo el mundo, las cuales ya no cesarán hasta su muerte. Excepcionalmente, en 1909 participará en la primera temporada parisina de Los Ballets Rusos de Diaghilev como "prima ballerina" invitada. Pero ella prefiere seguir con su propio grupo, quizás porque sabe que al Iado de Nijinsky y Karsavina nunca alcanzará la plena realización de su personalidad. De este modo, también podrá dar a conocer el ballet al mundo entero (nunca mostró reparo alguno en cuanto a la condición en que se encontraban los teatros) y transmitir la belleza de su arte al público menos iniciado. y es ahí donde parece esconderse el mayor valor de la Pávlova: en haber si do la mujer que más ha hecho por popularizar la danza.
Con su extraordinaria belleza estética e impecable técnica al servicio de temas y melodías sencillas puede llegar a los corazones de una audiencia muy vasta. De entre los muchos papeles que interpretó a lo largo de su carrera, el de La muerte del cisne quedará para siempre estrechamente ligado a su figura. Anna era ese cisne, tan bello y delicado. y por eso, cuando suenan las primeras notas del ballet de Saint Saens, un rayo de blanca luz recorre el escenario vacío en busca de la desaparecida artista.
Marjolyn Van Der Meer
foto: Anna PÁVLOVA en "The Dragonfly", Nueva York, 1914
ANNA PAVLOVA: El recuerdo imperecedero de su poesía en el Ballet.
Por ENRIQUE DESTAVILLE
Había nacido en enero de 1881 en el Imperio Ruso. Al referirnos a Anna Pavlova no podemos evitar la mención a su madre, mujer a la que no le faltaban amor, dedicación y algunos conocimientos, pese a que no había superado la humilde ocupación de lavandera. Anna había nacido de su relación con un alto personaje, presumiblemente noble, al que años atrás parece haberse identificado, como fruto de rastreos e investigaciones. Desde pequeña tuvo los cuidados de la madre a ella dedicada, preocupada por su endeble salud, más aún en aquellos tiempos en que la debilidad era el lógico camino hacia la tuberculosis.
En San Petersburgo, lugar de su nacimiento y capital de Rusia, sobre la calle del Arquitecto Rossi y muy cerca del Teatro de Prosa Alexandriinski se encuentra el edificio de la que fue Escuela Imperial de Ballet, hoy Escuela Agrippina Vagánova. Bien aconsejada por amistades, la madre llevó a Anna a aquel establecimiento de brillante fama, cuando todavía Marius Petipa amarraba las riendas de conducción sobre Compañías y Escuelas del Imperio.
Y por sus condiciones, Anna entró como pupila en 1891, pudiendo recibir los beneficios de sus alumnos, verdaderos privilegiados en el inmenso país donde aún primaba el analfabetismo. Desde enseñanzas técnicas de danza clásica, hasta aquéllas de las materias esenciales y clases de idioma francés, vehículo lógico de la Belle Époque para abrirse camino en la cultura y la sociedad de entonces.
Sus maestros no pudieron ser mejores, contándose entre ellos quien aún era el gallardo partenaire de las estrellas italianas del ballet. Nos referimos a Pavel Guerdt. Otros enseñantes fueron Oblájov, Nikolai Legat, Ekaterina Vazem (quien había sido bailarina preferida de Petipa), y también el ubícuo pedagogo italiano Enrico Cecchetti, por entonces residente en San Petersburgo y parte del Ballet Imperial. Significa ello que el aporte de Guerdt y los otros maestros la formaron en el rigor proveniente de la vieja, tradicional, noble y elegante escuela francesa de la danza clásica, la que llevaba a una interpretación de suaves ademanes y principescos gestos. En tanto que Cecchetti aportó a la Pavlova la solidez, fuerza, y virtuosismo técnicos, propios de la escuela italiana.
Mientras transcurrieron largos años en la Escuela Imperial, habiendo intervenido en los ballets de fines de siglo como alumna invitada, Anna progresaba a ojos vista. Era una niña delicada, de frágil pero gracioso aspecto, que disimulaba gran fuerza de voluntad. Vigor que por otra parte le daba la rigurosa disciplina física inculcada en las aulas de la calle Rossi. Aquél era un mundo aparte, donde las preceptoras vigilaban que el reglamento interno se cumpliera estrictamente, y donde jamás se toleraban encuentros con los alumnos varones, aunque pudiesen verse y trabajar juntos en las obras del repertorio del Teatro Mariinski, cuando su intervención era requerida por la imperial y gloriosa sala que vio lo mejor del academicismo balletístico.
Apenas graduada, ascendió rápidamente en las jerarquías, brillando como estrella, recibiendo el apoyo del público y de la crítica, de sus compañeros y de los maestros. Uno de ellos fue Mijáil Fokin, quien se hallaba en la plena gestación de sus obras de la Modernidad, en franca reacción contra Petipa y otros maestros que lo continuaban como Nikolai Legat. Fokin también protestaba contra la crítica situación que se vivía en Rusia en 1905, luego de la desastrosa guerra contra el Japón. Y no dudaron ambos en firmar el famoso manifiesto protestatario de aquel año, salvándose –sin embargo- de graves sanciones por el enorme prestigio que ya habían acumulado.
Para este entonces Anna había bailado numerosos ballets de Petipa y también de Lev Ivánov, cuando Fokin logró sintetizar para ella -en 1907- un verdadero poema coreográfico, muy breve, sobre la música de El Cisne extraida de “El Carnaval de los Animales” de Camille Saint-Saëns. Se trataba de una obra para ella, sin duda el célebre solo de danza más renombrado de todos los tiempos “La Muerte del Cisne”, por ella interpretado infinidad de veces en su dilatada carrera de artista, identificada con él como ninguna otra, y que realmente la inmortalizaría.
Según críticos que la conocieron y admiraron en el ballet de Fokin, Pavlova daba patética impresión, tan profunda, como la daba a lo largo de “Giselle”, uno de los ejemplos más bellos de sus románticas interpretaciones, y que en alguna oportunidad trabajó junto a Nijinski, el legendario ídolo a quien más de una vez se recuerda asociado a la inolvidable bailarina. No sería la única manifestación conjunta de tan grandes figuras.
Y ciertamente, en su carrera de estrella no podía estar ausente de aquel impactante acontecimiento que cambió el curso del arte occidental: El debut de Les Ballets Russes de Serge Diaghilev, en el primaveral París de 1909. Pavlova formaba parte de la troupe y su éxito fue grande en “Las Sílfides”, en “El Pabellón de Armida”, en “Cleopatra”, El público la aclamaba junto a Nijinski y la flor y nata del Ballet Ruso de comienzos del siglo XX.
Mas Pavlova no iba a continuar mucho tiempo en la Compañía de Diaghilev, volcada al vanguardismo musical, pictórico y coreográfico. No todo ese ideario estaba de acuerdo con el suyo, sobre todo lo propiamente musical. Rápidamente llegó el rompimiento. Pavlova no juzgaba apropiada para la danza clásica a la nueva música que se incorporaba con connotaciones revolucionarias. “El Pájaro de Fuego” -de Igor Stravinski- determinó el alejamiento y su decisión de retornar a Rusia y emprender cuantas giras deseara con su propia troupe, formada con la inmediata ayuda de quien fue su marido y ferviente admirador, el Barón Victor Emiliovich Dandré.
1911 fue el año del definitivo rompimiento con Diaghilev y su troupe. El Cisne o La Divina -como ya se la llamaba- participó de actuaciones en Londres concluyendo así toda colaboración con el visionario empresario.
Hasta 1914 no dejó de retornar –habitualmente- a la madrecita Rusia. Allí estaban su Ballet del Mariinski, el público, sus amistades que la reclamaban, y ella devolvía el afecto retornando con entusiasmo. Pero ese año comenzó para Rusia el largo calvario de la Primera Guerra Mundial, conflagración de la que saldría arruinada yendo a parar a la revolución comunista de octubre de 1917. Quizá Pavlova –intuitiva- avizoró lo que había de ocurrir después... También gustaba de Inglaterra, de Londres en especial, hasta que fijó su residencia en Ivi House, desde donde partía invariable y frecuentemente para iniciar una tournée que tan pronto la llevaba a Nueva York, como a Hollywood, a toda la América Central, insular, y del Sur, a Egipto, a la India, a la lejana perla del oriente: Singapur, hasta llegar a la capital del país del sol naciente: Tokyo. En estos viajes estaba claro su objetivo: la Danza, no obstante que se la identificara con el antiguo ballet académico de Petipa, y hasta como una retardataria en la danza.
¿Cuál era entonces el repertorio que llevaba a la escena, quiénes la acompañaban, cuáles eran sus coreógrafos, qué salas acogían sus representaciones, qué respuesta obtenía del público tan diverso?...
Pavlova sabía perfectamente que la atracción primera, casi exclusiva y principal, era ella, y así se convertía en el centro invariable de las representaciones. ¿Quién iba a discutir su preeminencia cuando más de 25.000 espectadores congregados en inmenso ámbito al aire libre la habían aclamado en Ciudad de México al danzar el popular “Jarabe Tapa Tío”, convirtiéndose no sólo en pionera de la danza clásica de ese país sino en propulsora de su folklore?...
También había atrapado la atención de multitudes semejantes en los Estados Unidos. Sumas altísimas se le habían pagado para que filmara ante las ya renombradas cámaras de Hollywood, y ella no había vacilado en poner su arte al servicio del cine de entonces, al que se negaban terminantemente otros artistas de la danza, espantados al contemplar las secuencias aceleradas que deformaban el movimiento natural y plástico de la danza.
Y fue por esa decisión tomada, que aún hoy se conservan los films de “La Muerte del Cisne”, y de “La Muda de Portici”, documentales que son muestras parciales de sus interpretaciones.
Navegando por el Océano Pacífico, Pavlova y su Compañía arribaron a Perú, donde actuaría con éxito notable, para luego pasar con la misma repercusión a Santiago de Chile. Hasta que arribó a Buenos Aires, que la vió sucesivamente en 1917, 1918, 1919, y en su última visita -1928- actuando en los Teatros Coliseo y Colón. Anna Pavlova no podía estar ausente en la bien conocida Montevideo, donde el Teatro Solís dimanaba la luz artística tan necesaria para un país. Un programa de mano de aquellos días desgrana datos de importancia. Sus bailes del ’17 y del ’19 contaron con la actuaciones del partenaire Alexander Volínin, de Hilda Bútzova, y de la inolvidable y bella Ketti Galantha como primera bailarina de carácter, quien luego quedaría en Buenos Aires. La dirección coreográfica pertenecía al franco-ruso Iván Clustín. El programa del año ’17 nos dice de lo representado: “Bailes Egipcios” (sobre música de “Aída” de Verdi y del “Ballet Egiptien” de Luigini; “Amarilla” sobre fragmentos de Chaicovski y Riccardo Drigo (presumiblemente de “El Despertar de Flora”); y las acostumbradas “Diversiones” o “Divertissements”, entre las que se hallaba el inmortal solo de “La Muerte del Cisne”. Se despidió de Buenos Aires y Montevideo en 1928 junto a Vladimírov y el elenco de su troupe.
Distancias tan dilatadas, lugares desconocidos, públicos sin preparar... jamás la preocupaban, siempre estaba dispuesta a actuar en los sitios más dispares. Desde una sala plena de oropeles, hasta escenarios al aire libre, desde teatros de segunda y tercera categorías al venerable Colón de Buenos Aires. Sus ballets, casi todos de no extensa duración, incluían obras que no siempre brillaban por elaborada coreografía. Ella se ocupaba del destello artístico bruñendo aristas o adicionando vuelo, cuando no había suficiente. Casi todas las obras contaban con música de la que emanaba un dejo de nostalgia, de melancolía. Al escucharla hoy, y a riesgo de parecer demasiado impresionista en la apreciación, creemos que preanunciaban el fin de una época con pleno sentimiento de lo que se comunicaba...
En otras oportunidades, Anna y su troupe representaban el acto completo de algún recordado ballet del repertorio del Mariinski, o se adaptaba y reducía la extensión de otro, como fue el caso de la suite de “Don Quijote”, que apreció el público porteño por primera vez merced a las actuaciones de la artista. En estas adaptaciones estaba la mano práctica y sagaz de Novíkov, y hasta de Iván Clustin, mientras el músico y compositor italiano Riccardo Drigo ejercía eficazmente -por años- la dirección musical.
En otras ocasiones encargaba nuevas obras a destacados coreógrafos siendo siempre ella el punto de referencia, como cuando encomendó a Boris Románov aquélla en que aparecía con antiestética peluca rubia, rodeada de sus mejores bailarines masculinos. Y hasta una vez ella misma se decidió a poner mano en la coreografía creando “Hojas de Otoño”. O bien, al visitar lugares de tan profundas raíces folklóricas como México y la India, plasmaba nuevas danzas tomando los caracteres de las regionales, como cuando supo ser devadassi en "Radha Krishna" en la propia India, junto a Uday Shankar. También vistió las ropas populares en México. En todo ello estaba su genialidad artística, la plástica de su movimiento sin igual, la poesía que impregnaba a la danza.
La calidad de la danza de Pavlova se apreciaba simultáneamente por sus excelentes partenaires, siempre reclutados entre los rusos de la emigración: Primero, Mijáil Mordkin (quien había sido estrella del Bolshoi de Moscú), luego Laurent Novíkov, más tarde Alecsandr Volínin, hasta que pudo contratar al ex bailarín estrella del Mariinski Piotr Vladimírov, quien vino a Buenos Aires en 1928, y fue su último acompañante. Ocasionalmente, algún bailarín del elenco llegaba a algún pequeño encuentro escénico con la bailarina.
Los integrantes de la Compañía de Pavlova no eran precisamente dotados técnicamente. Eran épocas difíciles para obtener buenos elementos masculinos. La Primera Guerra impedía toda contratación en Rusia. Entonces, más de un aficionado, incipiente bailarín, llegaba repentinamente a las filas de la troupe para salvar carencias, pero detrás de esa fachada de amateur había un verdadero artista, como lo fue Hubert Stowitts. El ojo clínico de Anna Pavlova no fallaba.
Cuando el conflicto mundial finalizó, a las habituales bailarinas inglesas como Ruth French, a las italianas, y a las congregadas en los países donde el ballet no era tradición, se unieron los de la legión de polacos que tanta enjundia daban a la mazurka de la “Boda Polaca”. Y también rusos exiliados como Elena Bekeffi, hija de su antiguo profesor gran bailarín de carácter de origen húngaro.
Por donde Pavlova y su Compañía pasaban, quedaba el surco ancho y grande del arte del Ballet, y así, sus actuaciones hacían despuntar vocaciones y amores sin precedentes por el arte coreográfico. Como Anna y los suyos quedaban por largas semanas en los principales puntos de actuación, más de una novel bailarina o de un tapado admirador del Ballet, llegaban a tomar algunas de sus clases decidiendo el futuro artístico de sus vidas. Eso ocurrió con Frederick Ashton, más tarde el coreógrafo inglés por excelencia, o con Agnes de Mille, puntal de la danza norteamericana, quien aún pequeña la vio bailar en su California natal.
Las distancias emprendidas en sus giras eran incomensurables... Al finalizar las actuaciones de 1928 en Buenos Aires, la estrella, Dandré, Vladimírov y la Compañía entera subieron a un enorme paquebote de la empresa holandesa que por años hacía la travesía Buenos Aires-Kobe-Yokohama, pasando por el Cabo de Buena Esperanza en Sudáfrica, atravesando el Océano Índico, e introduciéndose en el tórrido clima de Java, Sumatra, y Singapur... y como recordaban los bailarines... en ese clima insoportable... ¡se ensayaba sobre la borda el divertissement de “Paquita”! De Minkus-Petipa, que Elena Smirnova les había enseñado en Buenos Aires... para representar en el Oriente Extremo!...
En esas giras interminables, la Compañía de Pavlova siempre era acompañada por una orquesta reclutada especialmente, y no faltaron como directores musicales algunos maestros de excepción. Por ejemplo, para esa tournée de 1928, contó nada menos que con Efrem Kurtz a su frente.
Cuando el largo viaje culminaba, parte de su fuerza física también parecía extinguirse... pero estaba el descanso en su mansión de Ivy House con sus fuentes y sus cisnes, y sus infaltables alumnas inglesas que la aguardaban con alegría y avidez. Y Pavlova se recuperaba... parecía reverdecer en su nuevo hogar... tan lejos de Rusia y de sus habitantes que sufrían hambre y persecución, ya en plena era stalinista. Una y otra vez les ayudaría enviando dinero que no siempre llegaba a destino, o manteniendo un orfanato en París para cobijar a sus pequeños compatriotas sin padres. Era su faceta generosa y solidaria ante el desamparo de tantos compatriotas forzados emigrantes.
Tanto esfuerzo, y tanto ir y venir, iba a tener un desgraciado final. Pronta a cumplir 50 años de vida Anna recaló en París en enero de 1931. Con los suyos tomó el tren rumbo a La Haya, Holanda, para cumplir con un compromiso artístico. En el trayecto, el convoy atropelló un gran carro tirado por caballos, y el tren debió frenar. Muchos pasajeros descendieron para ayudar a los infelices atropellados... Anna Pavlova también descendió. Era invierno y olvidó el frío reinante. Vestida livianamente, agotada por su incesante trabajo, contrajo pleuresía. No era época de antibióticos, y Anna se extinguió, como acaba el sagrado fuego de una vela votiva.
Para esa noche estaba prevista su aparición –con sala llena- en el teatro que la aguardaba en La Haya. Ante la triste noticia el público quedó desconcertado, y más de una lágrima rodó por las mejillas de jóvenes y adultos. Había llegado el turno de “La Muerte del Cisne” y el bello diálogo del arpa con el violoncello comenzó... El telón abierto, una luz cenital comenzó a iluminar los desplazamientos que Pavlova efectuaba invariablemente para recordar la agonía del cisne... mientras reinaba el más absoluto silencio en la sala. Fue la despedida más emotiva que mereciera la artista del público que la amaba. Era también su arte el que murió, aunque no su imperecedero recuerdo. Desde hace pocos años sus cenizas -junto a las de su fiel Víctor Dandré- descansan en su Rusia natal.
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Biografía Anna Pavlova
1882, San Petersburgo - 1931, La Haya.
Por Federico Ortíz-Moreno
«Prepara mi vestido de cisne» -estas fueron, según cuentan, las últimas palabras de esta gran bailarina, dirigidas a su ayudante de cámara, una media hora antes de morir, estando ella en La Haya. Sería esto como un recuerdo imborrable que nos habla algo más acerca de este carácter de entrega que tenía.
Pavlova había estado enferma, muy enferma; sin embargo su fe y espíritu de lucha, su entrega al público y su personaje, le impedían claudicar. Por ello ese deseo de seguir representando su papel, el papel de cisne, en esa obra de Tchaikovsky: "El Lago de los Cisnes".
Los recuerdos del ayer
Ana Pavlova había representado durante 25 años la muerte del cisne. Lo había hecho sobre los escenarios más afamados del mundo. Ahora, el cisne moría una vez más; pero, esta vez, para siempre. Sería otra bailarina la que ocupase su lugar, pero nunca con la gracia o calidad como lo hiciera Ana Pavlova.
La muerte imprevista de esta bella mujer había cortado su carrera de artista antes de que empezara su declive. Se encontraba aún muy lejos de la vejez (tenía 49 años), y se le había privado, con su muerte, de una cadena más larga de triunfos, evitándole así la tristeza del ocaso. Una bailarina que, como cisne, moría en todo su esplendor.
Pavlova había brillado sin cesar durante treinta y dos años. Lo había hecho desde el invierno de 1899 en que recibiera su título de bailarina de la Escuela Imperial de Danza de San Peterburgo, en el Teatro Mijailovky. Eran sus primeros pasos, pero ya, desde entonces, se veía próxima su consagración.
Se trataba de una danzarina de calidad etérea, de apariencia frágil, aunque robusta y sana; piernas bien modeladas sin la excesiva musculatura que a algunas de ellas da el ejercicio de la danza; tobillos finos; brazos largos, perfectamente delineados, buscando siempre tocar con la punta de sus dedos la inmensidad del otro yo. Una excelsa bailarina que muy pronto cobraría fama en todo el mundo.
Sus primera infancia
Pavlova era una niña frágil, una fragilidad aparente debida a que desde su infancia fue muy enfermiza. Había nacido prematuramente, diminuta y débil, un 31 de enero de 1882, en San Petersburgo, Rusia. Desde sus primeros años había sufrido todas las enfermedades propias de la niñez. Luego vendrían otros tiempos y ella cambiaría.
Huérfana de padre, desde los dos años de edad, fue Pavlova una niña mimada por su madre. Esta última tenía sangre rusa y judía, y estaba preocupada por la salud de su hija, por lo que decidió enviarla con su abuela, quien se encontraba en el campo, en Ligovo. Allí Pavlova se enamoraría de la naturaleza y más tarde interpretaría esto en su arte a través de La libélula, La amapola de California, Hojas de otoño y otros personajes.
Vocación y primeros pasos
La vocación de Pavlova había nacido a partir del día en que su madre la había llevado a ver el ballet de La Bella Durmiente. La niña tenía 8 años y desde entonces no tuvo mas que un anhelo: ingresar a la Escuela de Danza. Ella ya era una bailarina, aunque faltaban ciertos requisitos.
Cuando Ana presenta el examen de ingreso tenía apenas diez años y estaba todavía muy enclenque, pero debió haber sido mucha su disposición para el baile, ya que tanto la salud como la robustez se consideraban esenciales para su aceptación.
Pavlova estaría por espacio de siete años sometida a un régimen intenso en esta Escuela, donde no solamente resistiría a todos los ejercicios a pesar de su fragilidad, sino que adquiría la salud y el vigor que tanto necesitaba y conservaría hasta el fin.
Su carrera
Sus primeros maestros fueron Oblakov, Ekaterina Vazen, Pavel Guerdt, el sueco Christian Johansen y el francés Marius Petipa. La nacionalidad de éste último, Petipa, no constituía ni mucho menos una incongruencia en el ballet ruso.
El ballet había nacido en Francia. Había nacido con la fundación de la Academie Nationale de la Danse en 1661 por Luis XIV, y cuando el zar Pedro el Grande impulsó este arte de la danza clásica en Rusia lo hizo llevando hasta su reino a maestros franceses.
El inicio
Ana Pavlova había iniciado su carrera escénica en el Teatro Mariinsky (Opera Imperial) representando diversos papeles, sin pasar por lo que se llama «cuerpo de baile». Luego, más tarde, en el transcurso de los años, a Pavlova le tocaría interpretar un papel muy especial: el famoso cisne.
En 1905 Pavlova había sido invitada a participar en una gran función benéfica y pidió a su amigo Michael Fokin que le aconsejara una pieza musical para bailar. Fokin propuso El cisne, de Saint-Saëns. En un momento compuso la danza y en seguida empezaron a ensayar. Así nacería el «solo» del ballet más famoso de todos los tiempos: "La muerte del cisne".
El éxito
A raíz del éxito obtenido, las autoridades del Mariinsky no vacilaron en dar a Pavlova el papel principal dentro de aquella obra de El Lago de los Cisnes, ballet en cuatro actos con música de Tchaikovsky. Poco después se le daría el nombramiento de prima ballerina (primera bailarina).
Pavlova fue también afortunada en el amor, ya que en ese mismo año, Ana se casaría. Lo haría con el barón Víctor Emilovitch Dandré, quien en lo sucesivo organizaría todas sus giras y, después de su muerte, escribiese el libro que constituye la mejor biografía de Ana Pavlova.
Más adelante, inspirada por sus triunfos y por lo que había leído de otros sitios, Pavlova decidió viajar. Su primera gira que hizo fue a Riga, en 1907, con Adolph Bohn como partenaire (como pareja). Después lo haría en Helsingfors, muy cerca de Estocolmo, Suecia, donde el rey Oscar le confiriera la Orden Sueca del Mérito en Arte.
Los viajes continuaron y la Pavlova llegó hasta Copenhague, Dinamarca; Leipzig, en Alemania; Praga, en Checoslovaquia, Berlín, en Alemania; y Viena, Austria, donde el público colmaría de flores el escenario. Años después sus viajes continuarían y Pavlova llegaría a conquistar el mundo entero.
Siguió el éxito
El éxito que acompañaron a estar giras decidieron a Diaghilev (uno de los máximos dirigentes de grupos de ballet) el llevarla a París, pero no duró mucho con él. Ciertos problemillas los distanciaron. Las ideas, como que no checaban entre ellos. Pavlova defendía el ballet clásico y hacía a un lado las tendencias modernas que, según ella, amenazaban al arte del ballet.
Ella representaba la extrema derecha; él, la extrema izquierda. Diaghilev llevaría el ballet a un nivel de unidad artística, mientras que la Pavlova lo elevaría al pináculo de la perfección. Diaghilev sería reconocido por intelectuales y artistas, Pavlova sería admirada y querida por millones.
Giras y temporadas
Pavlova formó su propia compañía. Más tarde, el 28 de febrero de 1910, aparecería por vez primera en el Metropolitan Opera House de Nueva York con el ballet Coppelia, llevando a Michael Mordkin como su partenaire. Su triunfo, ni qué dudar, fue avasallador.
En abril de ese mismo año inició una temporada en el Palace Theatre de Londres, que duró hasta agosto. Durante los cinco años siguientes repitió una temporada anual de quince o veinte semanas en ese mismo teatro de la capital inglesa, temiendo una retribución de mil doscientas libras esterlinas como paga.
Como era de esperarse, Ana Pavlova conquistó al público londinense desde la primera vez. En 1912 ella y su marido compraron una vieja casa en la parte alta de la ciudad, con un jardín frondoso, un pequeño estanque y paredes recubiertas con hiedra. Ivy House era la casa. Esta se convertiría desde entonces en su hogar permanente, sin dejar de conservar, por otro lado, su departamento en San Petersburgo, pues Ana Pavlova iba todos los años a bailar en el Teatro Mariinsky.
Más tarde, en 1913, hizo sus últimas apariciones en San Petersburgo, dimitió al Mariinsky y dejó el departamento. Le era demasiado difícil conservar esa doble vida estando una parte del tiempo en el extranjero y la otra en Rusia. Por otro lado, acababa de firmar un importante contrato para realizar una larga gira por Estados Unidos y Canadá.
Terminando la gira por América del Norte, en mayo de 1914, durante el verano siguiente, Pavlova estuvo por última vez en Rusia. Al declararse la guerra, Ana se encontraba en Alemania, logrando luego volver a Inglaterra, vía Bélgica. En septiembre embarcaría de nuevo a Estados Unidos para llevar a cabo otra gira.
Bailar para el mundo entero
A Pavlova le eran indiferentes los convencionalismos. Estaba dispuesta a bailar en cualquier parte donde la gente quisiera verla. «Quiero bailar para el mundo entero» -decía. El Palace de Londres, teatro de variedades (conocido lugar por el que en estos últimos 20 años han pasado revistas musicales tales como Jesucristo Super Estrella, José el Soñador, Evita, Cats, El Fantasma de la Opera, entre otras), fue una prueba humillante para Nijinsky, cuya esposa cuenta que la cegaron las lágrimas al verlo bailar entre un número de payasos y otro (número) donde salía un cantante de cabaret.
Realmente Pavlova se burlaba de los convencionalismos, pues llegó a bailar en el Hippodrome de Nueva York, entre elefantes amaestrados y coloridos y alegres titiriteros. Su deseo era prodigar el arte, llevarlo a todos los rincones, de ninguna manera el de encontrar públicos fáciles de contentar; por el contrario, se lamentaba de la falta de exigencia en el público norteamericano, del que una vez dijo: «El público de aquí es tan excesivamente generoso que, aunque me conmueve, no me ayuda. Sé que esta noche no he bailado La muerte del cisne tan bien como de costumbre, pero los aplausos han sido los mismos.
Sus viajes por el mundo
En Estados Unidos Pavlova tenía buenos amigos, entre ellos Mary Pickford, Douglas Fairbanks y Charlie Chaplin, las cuales la persuadieron a filmar sus danzas. En la película que se conserva, tomada en 1912, puede verse algo de su gran estilo y personalidad que transmitía. Una cinta donde se deja ver toda una gran artista.
Vendrían, ahora sí, las giras. En América, no sólo se presentaría en Estados Unidos y Canadá, sino que también visitaría México, Río de Janeiro y Buenos Aires. Y no sólo estos sitios sino que también llegaría hasta los más remotos lugares del continente, a pesar de las dificultades e incomodidades que suelen acompañar este tipo de viajes a las compañías.
Al terminar la guerra volvería a su casa en Londres, reanudando sus giras por toda Europa, extendiendo éstas al poco tiempo por todo el mundo. Visitaría la India, Malasia, Japón y otros países del Extremo Oriente. También lo haría por Egipto, Sudáfrica, Austria, Nueva Zelandia y muchos otros más.
Su manera de ser
Hemos ya mencionado que Pavlova era una enamorada de la naturaleza. Amaba las aves, las flores, los insectos... En su jardín de Ivy House tenía cisnes, flamencos y pájaros. Por las noches, al regresar del teatro, se paseaba un rato por la paz y el silencio de su jardín. De ahí tomaría inspiración para interpretar papeles como el Cisne, la Libélula y la Amapola. Sus versiones estaban arrancadas de la naturaleza misma, de su identificación y armonía perfecta con cada una de estas creaturas.
Así, para interpretar "La muerte del cisne" era necesario, además, de la identificación formal con la bella y efímera creatura, olvidarse de la propia personalidad de bailarina, absorber la tragedia y transmitir ésta con arte de actriz. Pavlova tenía y vivía ese sentimiento profundo y sólo ella sabía expresarlo.
Pavlova en México
México tuvo el privilegio de presenciar a Ana Pavlova en "La muerte del cisne" y, con ello, un hecho conmovedor, único, en la carrera de esta gran bailarina. Pablo Casals se hallaba en la capital de este país cuando se anunció la actuación de Ana.
Casals convino con el empresario del ballet que cuando fuera a presentarse "La muerte del cisne" el primer cello de la orquesta permaneciera callado y el maestro, oculto entre bambalinas, tocaría la parte correspondiente.
«Cuando empecé (a tocar) -cuenta Casals-, la bailarina se volvió asombrada, buscando al cellista escondido. En cuanto concluyó su danza salió corriendo del escenario, me abrazó y me besó. Luego me llevó con ella a escena para recibir los aplausos del público».
Su última gira por Europa
En enero de 1930 Ana Pavlova realiza la última gira de su vida por Europa. Bailó en el sur de Francia, Suiza, Alemania, Dinamarca, Suecia, Noruega y, finalmente, en París. Tomaría luego unas vacaciones regresando inmediatamente a Londres donde terminaría en el Golders Green Hippodrome, donde el 13 de diciembre brindaría aquí su última actuación.
Su siguiente gira continental debía comenzar (nunca comenzó) el 19 de enero de 1913. Pavlova había decidido descansar unos cuantos días en Cannes (Francia) y a la vez recibir un tratamiento para la rodilla izquierda, en la que sentía cierta molestia. La rodilla se curó y, el 10 de enero, Pavlova se dirigió a París para dedicarse a ensayar ciertos números. Mientras tanto su esposo iría a Londres a resolver unos problemas antes de reunirse con ella en La Haya.
El tren de Cannes a París se había detenido a causa de un accidente. Pavlova había salido del vagón para ver lo que sucedía. Se dice que fue aquí donde atrapó un fuerte resfriado que posteriormente le causaría la muerte. Ella le restó importancia al asunto. «Una gripe a cualquiera le da» -diría.
En París trabajó en un estudio sin calefacción. Su resfriado y malestar seguían, pero Pavlova nuevamente le restó importancia. Lo que sí, es que en París, dijo sentirse fatigada. Durante el viaje sintiose peor; y, al llegar a La Haya tuvo que acostarse. Así fue como la encontró su marido.
Los médicos diagnosticaron pleuresía en el pulmón izquierdo. A pesar de todo esto, Ana no se resignó a quedarse en cama. Preocupada por la temporada que iba a empezar, daba instrucciones a todos sus ayudantes. Sin embargo, el malestar seguía. La infección había invadido el pulmón derecho y el corazón empezaba a debilitarse.
Las últimas palabras
La noche del 23 de enero, Ana se sumió en la inconsciencia; pero, al filo de la media noche, abrió los ojos, llamó a su camarera, quien se le acercó de inmediato inclinándose sobre ella. Entonces Pavlova le dijo: «Prepara mi vestido de cisne». Fueron estas sus últimas palabras. Media hora después, Ana Pavlova había muerto.
Dos días después de su muerte se celebró en Londres una función de ballet. Después del primer número, el maestro se volvió al público y anunció: «Y ahora la orquesta interpretará "La muerte del cisne" en memoria de Ana Pavlova». Levantose el telón y apareció en el escenario obscuro y vacío un solo reflector. Nadie estaba ahí, pero todos recordaban a esta gran bailarina rusa que había sido Ana Pavlova.
Por Federico Ortíz-Moreno
Psicólogo, periodista y escritor.
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